Me
cuesta decidirme: el puente o el cabo. En realidad, no importa.
Aparco
el coche en un mirador, bajo la ventanilla e inspiro la mezcla de tierra húmeda
y hojarasca en descomposición que me trae la brisa helada. Me gusta la noche. Es
la última de octubre. El velo luminoso de la luna llena amortaja el paisaje y
le confiere un halo de irrealidad. Cierro los ojos, escucho los grillos y me
dejo arropar por el helor que acompaña a las doce de la madrugada. Me he
acostumbrado al frío. El frío de los muertos, el que emana de dentro.
Pienso
en las alturas, que me dan vértigo, y en un lecho de guijarros secos. Mejor el
acantilado. Así evitaré encontrarme por las calles vivos disfrazados de muertos.
Junto
al faro, el frío es tan intenso que apenas lo siento. Como si siguiera un
rastro de salitre, cada paso me acerca a la barandilla de madera (restos de
árboles, cadáveres guardianes) que delimita la zona segura para disfrutar de
las vistas. Temblando, noto cómo el miedo le echa un pulso a la indiferencia, a
medida que el frío da paso a una bola de hielo en mi garganta. La indiferencia
gana. No me queda calor en el cuerpo, ni ilusión… nada. La nitidez de la noche se emborrona y un par
de lágrimas caen. Son la avanzadilla.
Traspaso
la endeble valla que separa una vida de la muerte. Entonces veo un bulto oscuro
allí donde me dirijo: apenas a una zancada del borde del precipicio. Se me
antoja un jersey hecho un guiñapo. Quizás de alguien como yo; quizás de algún turista
atrevido y despistado. ¿Acaso importa? Me
acerco porque se interpone en mi camino. De repente se mueve y veo dos ojos ambarinos,
en mitad de una cabeza peluda de orejas puntiagudas, que a su vez me observan. Me
detengo. No esperaba nada vivo.
Contengo
el aliento, no quiero asustarlo. Está justo en el límite. Podría caerse.
Ante
mi quietud, el felino reacciona: se incorpora despacio y, para mi sorpresa, se
acerca. Me fijo en su aspecto: desaliñado; en los huesos; con calvas de pelo y
una cicatriz circular que brilla cuando la luna la ilumina. Es grande y largo.
Podría ser una pequeña pantera.
Cuando
lo tengo justo en los pies se alza sobre los cuartos traseros cuan largo es y
me las clava las garras en los muslos, tan fuerte que traspasan la gruesa tela
de los tejanos. Permanezco inmóvil. La aparición de este animal y su forma de
actuar me desconcierta. No sé qué hacer. Cuando pensaba que ya me había
librado, me encuentro de nuevo en la encrucijada de las decisiones.
La
pequeña pantera se estira más y me clava las garras un poco más arriba. Duele. Esta vez maúlla. Es un sonido agudo y lastimero.
Su desesperación se suma a la candencia del romper de las olas al fondo del
acantilado.
Me
inclino despacio y le sujeto las patas delanteras mientras desclavo las garras con
cuidado. No me muerde, ni se asusta, ni retrocede. Se queda allí, mirándome con
sus gotas de ámbar tan pendientes de mí como lo ha estado la luna llena toda la
noche. Siento una punzada de lástima pero… ¿qué puedo hacer, si yo… no soy
nadie?
Sé
que si lo dejo aquí morirá. A nadie le importan las criaturas desdichadas y
maltrechas. Nadie viene en tu auxilio cuando estás al límite.
Otro
par de lágrimas acompañan el descenso de mis brazos hacia este ser condenado. No
opone resistencia. En cambio, ronronea cuando apoyo su pelaje zarrapastroso sobre
el pecho, de vuelta al coche. Está
abierto con la llave puesta. Abro la
puerta y lo acomodo en el asiento del copiloto. La pequeña pantera moribunda me
mira agradecida y se deja hacer.
Me acurruco a su lado
en el sofá. Necesitará calor, ya ha pasado demasiado frío. Me encargaré de que
no le falte cariño. Con el aspecto que tiene… ha debido sufrir mucho. ¡Qué
suerte encontrarse conmigo!
*
Este
es un relato que al igual que la lucha por el respeto, la dignidad y los derechos
de los animales, continúa.