sábado, 19 de octubre de 2019

«Nadie»



Me cuesta decidirme: el puente o el cabo. En realidad, no importa.
Aparco el coche en un mirador, bajo la ventanilla e inspiro la mezcla de tierra húmeda y hojarasca en descomposición que me trae la brisa helada. Me gusta la noche. Es la última de octubre. El velo luminoso de la luna llena amortaja el paisaje y le confiere un halo de irrealidad. Cierro los ojos, escucho los grillos y me dejo arropar por el helor que acompaña a las doce de la madrugada. Me he acostumbrado al frío. El frío de los muertos, el que emana de dentro.
Pienso en las alturas, que me dan vértigo, y en un lecho de guijarros secos. Mejor el acantilado. Así evitaré encontrarme por las calles vivos disfrazados de muertos. 
Junto al faro, el frío es tan intenso que apenas lo siento. Como si siguiera un rastro de salitre, cada paso me acerca a la barandilla de madera (restos de árboles, cadáveres guardianes) que delimita la zona segura para disfrutar de las vistas. Temblando, noto cómo el miedo le echa un pulso a la indiferencia, a medida que el frío da paso a una bola de hielo en mi garganta. La indiferencia gana. No me queda calor en el cuerpo, ni ilusión… nada.  La nitidez de la noche se emborrona y un par de lágrimas caen. Son la avanzadilla.
Traspaso la endeble valla que separa una vida de la muerte. Entonces veo un bulto oscuro allí donde me dirijo: apenas a una zancada del borde del precipicio. Se me antoja un jersey hecho un guiñapo. Quizás de alguien como yo; quizás de algún turista atrevido y despistado. ¿Acaso importa?  Me acerco porque se interpone en mi camino.  De repente se mueve y veo dos ojos ambarinos, en mitad de una cabeza peluda de orejas puntiagudas, que a su vez me observan. Me detengo. No esperaba nada vivo.
Contengo el aliento, no quiero asustarlo. Está justo en el límite. Podría caerse.
Ante mi quietud, el felino reacciona: se incorpora despacio y, para mi sorpresa, se acerca. Me fijo en su aspecto: desaliñado; en los huesos; con calvas de pelo y una cicatriz circular que brilla cuando la luna la ilumina. Es grande y largo. Podría ser una pequeña pantera.
Cuando lo tengo justo en los pies se alza sobre los cuartos traseros cuan largo es y me las clava las garras en los muslos, tan fuerte que traspasan la gruesa tela de los tejanos. Permanezco inmóvil. La aparición de este animal y su forma de actuar me desconcierta. No sé qué hacer. Cuando pensaba que ya me había librado, me encuentro de nuevo en la encrucijada de las decisiones.
La pequeña pantera se estira más y me clava las garras un poco más arriba.  Duele. Esta vez maúlla. Es un sonido agudo y lastimero. Su desesperación se suma a la candencia del romper de las olas al fondo del acantilado.
Me inclino despacio y le sujeto las patas delanteras mientras desclavo las garras con cuidado. No me muerde, ni se asusta, ni retrocede. Se queda allí, mirándome con sus gotas de ámbar tan pendientes de mí como lo ha estado la luna llena toda la noche. Siento una punzada de lástima pero… ¿qué puedo hacer, si yo… no soy nadie?
Sé que si lo dejo aquí morirá. A nadie le importan las criaturas desdichadas y maltrechas. Nadie viene en tu auxilio cuando estás al límite.
Otro par de lágrimas acompañan el descenso de mis brazos hacia este ser condenado. No opone resistencia. En cambio, ronronea cuando apoyo su pelaje zarrapastroso sobre el pecho, de vuelta al coche.  Está abierto con la llave puesta.  Abro la puerta y lo acomodo en el asiento del copiloto. La pequeña pantera moribunda me mira agradecida y se deja hacer.   
Me acurruco a su lado en el sofá. Necesitará calor, ya ha pasado demasiado frío. Me encargaré de que no le falte cariño. Con el aspecto que tiene… ha debido sufrir mucho. ¡Qué suerte encontrarse conmigo!
*
Este es un relato que al igual que la lucha por el respeto, la dignidad y los derechos de los animales, continúa.